Seguro que más de uno se acuerda de que, antes de que se estrenara, nos vendían Revenge como una versión contemporánea y actualizada de El conde de Montecristo. Tres temporadas y sesentaitantos capítulos después, creo que se puede decir sin ningún reparo que Revenge es a El conde de Montecristo lo que Belén Esteban a la literatura: una patada en los cojones. Una patada en los cojones, eso sí, con unos Manolo Blahnik (o lo que se lleve ahora en tema de zapatos para señoras americanas con mucho dinero, que no estoy muy puesto en la materia). Sea como fuere, la grandeza de Revenge reside precisamente en hacer de la necesidad virtud, ser consciente de lo que es (un señor CULEBRÓN) y tomar la determinación de convertirse en lo mejor en lo suyo. O séase: regalarnos los giros culebronescos más típicos y al mismo tiempo estrambóticos posibles.

Ahora sí, os advierto de que voy a entrar ya en materia, con lo que la entrada contendrá spoilers del final de la tercera temporada. Y de los gordos. Avisados estáis.

Ahora ya, no nos andemos con rodeos: en el último capítulo de la que será, casi con toda seguridad, la penúltima temporada de la serie nos encontramos con una muerte (y media) y una resurrección. Así, centrándonos solo en lo verdaderamente relevante. Luego también tenemos un hijo segundón franchute sediento de venganza, una puta muerta en una cama de hotel y otro drama personal de Charlotte Grayson (a.k.a. Charlotte Clarke, a.k.a. La niña esa que está todo el día haciendo pucheros).

Así, a grandes rasgos, Vicky entra en una espiral de furia homicida (ya se echaban de menos, que estaba teniendo una temporada muy tranquila) porque Conrad se ha cargado al amor de su vida. Para quien tenga dudas: el amor de su vida, al menos en este arco de cinco capítulos, es Pascal Lemarchal. Que ya sabemos que Victoria es especialista en tener muchos amores de su vida, especialmente en esa etapa guarrilla que tuvo entre los dieciséis y los veinte y en que se pasó por la piedra, como mínimo, a un señor de cada nacionalidad existente. ¿Ya nadie se acuerda del pintor perroflauta interpretado por James Purefoy? Un crossover entre Revenge y The Following sería tan, tan... Sería desternillante, eso seguro; otra cosa sería ya la calidad del producto resultante.
Estas acaban haciéndose un Lebos, os lo digo yo.
En fin, volvamos al tema que nos ocupa. Vicky ha perdido (again) al a un amor de su vida, pero como no tendría gracia que le echara la culpa a Conrad (que ciertamente es el asesino), decide que la que tiene que pagar los platos rotos es Emily/Amanda (a partir de este momento, Emanda). ¿Y qué hace? Pues, para alegría del sector del fandom que no son unas mojabragas (es decir, otras dos personas y yo), se carga a Aiden. Con veneno, discurso perverso de despedida, un vestido de infarto y todo lo que cabría esperar de un asesinato de Vicky. Y para más inri, le planta el cadáver en el sofá a Emanda para que lo encuentre al llegar a casa, versionando la famosa escena de la cabeza de caballo de El Padrino al estilo Grayson.

Hasta aquí la muerte número 1.

Lo que pasa a continuación es lo esperado: Emanda pierde a la persona a la que más quiere en el mundo (again) y entra en una espiral de furia vengativa (again). Urde uno de esos planes enrevesados que el espectador sabe que, de una manera u otra, le saldrá bien, y tras muchas idas y venidas, consigue darle un palazo en toda la cara a Victoria (precioso momento: el arte de la pelea de perras llevada a su más fino nivel) y encerrarla en un psiquiátrico. Y claro, allí nadie le hace mucho caso a la Vicky cuando se pone a gritar como una posesa que Emanda no es Emily Thorne, sino Amanda Clarke. Porque es lo que tienen los pacientes psiquiátricos: que si hablan de dobles identidades y resurrección, nadie los toma en serio.
Como tampoco los espectadores nos tomamos ya en serio una resurrección en Revenge. Al menos, no después de que Lydia Davis resucitara por lo menos en la mitad de los capítulos en que aparece. Así que, cuando Conrad se escapa de la cárcel (¿cómo no?) y es apuñalado por una figura misteriosa que resultar ser David Clarke, pues... ¿alguien se sorprende?

Creo que la mitad del fandom tenía en mente esa posibilidad desde la primera temporada. Lo genial de Revenge es que, aun sabiendo que es más que probable que algo suceda, te sorprende. Porque uno está ahí en el sofá de su casa pensando: «los guionistas de esto están tan pasados que cualquier día resucitan al David. ¡Jajaja! ¿Te imaginas? ¡Nah! No se atreverán. No tendrán los santos cojones de resucitar al David». Y efectivamente: los tienen. 

Con estos elementos (más todos los dramas de Daniel, Charlotte, Jack y Margaux, que a nadie le importan un pimiento), la cuarta y presumiblemente última temporada de Revenge promete ser excelente. Excelente en lo suyo: en falsas muertes, resurrecciones, puñaladas por la espalda, peleas de perras, bastardos y todos los giros estrafalarios que uno se quiera imaginar. La gracia está precisamente en que es una serie sin complejos, que sabe desde el principio que no es más que una telenovela de Nova con mejor labor de casting, y que no se avergüenza de ello, sino que lo abraza y decide sacarle el máximo partido. 

Revenge te mira directamente a los ojos y te dice: «cuando viniste ya sabías que era un culebrón, pues prepárate, porque voy a ser el culebrón más loco que hayas visto jamás». Y de momento, lo consigue. Si alguien necesita una definición del término guilty pleasure en lo que a series de televisión se refiere, que se ponga un episodio de esta.

No sé vosotros, pero yo no me perderé la cuarta temporada, porque me muero por ver si Conrad resucita, si Lydia lo hace también para volver a reunirse con él (esta vez no está muerta, ¡pero que resucite igual!), si a Jack le dan por el hojaldre en la cárcel y lo espabilan y, sobre todo, por ver cuánto tarda Vicky en declarar que David Clarke es (again) el amor de su vida.